Y dije, voy a estar un rato
conmigo misma.
De inmediato ví a una chica
joven, y también a una niña, y a una madre atareada con sus bebés, y a una
mujer solitaria, y luego no ví a nadie sino el paisaje, porque ya estaba de
nuevo mirando desde mis ojos.
Había una escalera y la bajé. La
conozco, esa escalera de caracol, con sus peldaños de piedra iluminados por
unas pocas antorchas fijadas en sus paredes.
Esta vez acababa en una sala con
una chimenea encendida, íntima y acogedora.
Y otra vez afirmé mi intención:
voy a estar un rato conmigo misma.
Éramos varios en torno al fuego.
Un hombre joven de pelo moreno me ofreció un vaso de vino. Una mujer mayor
sonreía apenas al fondo del círculo. Había una niña rubia tirada en el suelo,
dibujando con lápices de colores. En algún lado había también un caballo, un
gato, un halcón y alguna otra presencia que no se dejaba ver.
Tómate un respiro, me dijo el
chico. Sé que estás cansada.
Más que cansada, le dije. Estoy
vacía.
Caliéntate, me dijo la mujer
mayor. No te preocupes, estamos en familia.
Estamos de vacaciones, dijo la
niña. ¿No hay una pizarra?
Entonces vimos que había una
pizarra en toda la pared de la derecha, y tizas de colores. La niña se puso de
pie de un salto y dijo ¡Me encanta! Y empezó a pintar a grandes trazos en
la pizarra.
Me gusta ver el fuego, dije. Yo
soy más yo delante de un hogar encendido.
Ya lo sé, dijo la señora. Ya
sabes que aquí lo tienes.
Voy a reponer fuerzas, dije.
Y me quedé mirando las sartas de
chispas anaranjadas que recorrían las brasas en la raíz de las llamas, y las
llamas que lamían dulcemente los troncos, sin apenas tocarlos pero
consumiéndolos con su mismo amor. Los troncos se transformaban en brasas
iluminadas y en humo oloroso y en cenizas tan blancas y leves como las más
lejanas memorias.
Tengo ganas de viajar, dijo el
chico.
Tengo ganas de legar, dijo la
señora.
Yo siempre tengo ganas de jugar,
dijo la niña. ¿Jugamos?
El juego se hace muy grande, dijo
la señora.
A mí me gustaría saber de verdad
que estoy jugando, dije yo.
¿Qué otra cosa hay, querida? dijo
la señora.
Hay misiones que cumplir y
destinos que conquistar, dijo el chico.
No seas tonto, dije yo. Ya no hay
nada de eso.
¿Por qué? Preguntó él.
Ya os estáis poniendo
trascendentales, dijo la señora. Toma unas palomitas.
Me muero, me muero pensando esas
cosas, dije yo.
Canta, dijo la niña. ¡Canta,
canta, canta!
Cogí el tambor y empecé a tocar,
y canté.
Canté en medio del baile de las
llamas y en las raíces de las brasas, canté con el humo que subía haciendo espirales,
canté desde la garganta de la mujer y del hombre y desde el corazón de la niña
que era como un pajarito atrapado entre las costillas.
Salió el pájaro y echó a volar alrededor
de la habitación, hasta que encontró la chimenea y escapó hacia arriba por el
camino de los duendes.
12.1.19