Esta entrada es para mi padre, que desde algún lugar, o desde varios lugares entre las dimensiones saltarinas, sigue siempre calentito en mi corazón. Lo escribí hace un año pero continúa (y continuará) perfectamente actual.
Si me bebo una cerveza, me acuerdo de tus martinis con
ginebra, y te echo de menos.
Si encuentro un libro de esos diez mil que leímos y
comentamos, te echo de menos.
Y si por la noche salgo a ver las estrellas, es otra vez la
era en verano y estamos tumbados sobre la paja recién cortada, y tengo seis
años, y te echo de menos.
Si por la mañana queda en el cuarto ese olor a tabaco rubio
de ayer, te echo de menos.
Ya no te puedo
preguntar viejas triquiñuelas médicas, ni las bases luminosas de la fisiología,
ni comentarte las cosas raras de las que nos gustaba hablar.
Ya nadie contesta a tu teléfono, y tu e-mail lo respondo yo.
Escaramujo y epígrafe van a arder como palabras mágicas en
adelante para mí.
Nunca volveré a mirar igual el vuelo de los estorninos,
porque tú no lo veías pero yo lo miraba
y aún tenía esperanza.
Pienso “hizo bien en
no quedarse para meses ciegos de fangoso declive, hizo bien en volar de muerte
limpia”, y te echo tanto de menos.
Y me acuerdo de tus ojos colmados de cariño, de los que
aprendí justamente qué significa eso, y te echo de menos siempre.