Hoy es día de fuego.
Siento cómo crepita el aire a mi alrededor.
Lo veo centellear en torno a mi piel.
La energía vibra, aún extraña y salvaje (¿aún?), sin nombres ni explicaciones.
Siento el fuego, dentro y fuera de mí, haciendo su labor sin traducción, su trabajo arrasador, aventando el sueño, consumiendo los domésticos contornos de las cosas, levantando y destruyendo mundos cambiantes, ardientes, fugaces como llamas.
No hay ropas, no hay caminos, no hay ritos, no hay etapas, no hay preguntas o respuestas, no hay nada que no pueda arder.
La ira se puso en pie y arrancó a correr desnuda enseñando los dientes.
Duró lo que una llama.
La confianza era una niña pequeña y dolorida.
La alcanzó el incendio, se acabó el dolor.
La ambición, una montaña rocosa cuya cima bailaba con las nubes.
Fue derretida, sus altos peñascos se fundieron entre siseos, desapareció en el lago ardiente.
La fe se prendió, roja, blanca, negra… desvanecida en la gran hoguera.
El miedo, ese agujero negro, se volvió resplandeciente y convexo, una enorme burbuja ígnea que reventó en millones de chispas.
Ya no existe.
No hay refugio.
Sólo fuego.
¿Y quién podría estar escribiendo esto?
El fuego.
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