lunes, 27 de agosto de 2018

Laberintos








Tengo una amiga que montó un laberinto en un bancal cerca de su casa.

Lo construímos con piedras de río que habíamos recogido por la mañana. Luego, hubo una pequeña ceremonia donde cada una lo recorrió, dejó algo en el centro y siguió su camino.

Creo que ese día aprendí varias cosas:

Dicho así, al modo del Eclesiastés, ví que hay un tiempo para entrar y un tiempo para salir,
un tiempo para estar en el centro, un tiempo para estar en las orillas, 
un tiempo para concentrarse y un tiempo para expandirse.

Ví que siempre estás en el camino, siempre, y todo forma parte del camino.

Ví que a veces, te crees perdida porque tú ibas hacia el centro y de repente un "zarandeo del destino" te hace encontrarte en la pura periferia, al ladito mismo de la puerta de entrada, y dices, ¿"pero esto cómo puede ser? no entiendo nada"... y a los tres pasos compruebas que sólo era el giro necesario para dirigirte a donde ibas...

Ví que igual q deseaba llegar al centro, después deseaba llegar a la salida.

Ví que al centro se pueden llevar cosas y que del centro se pueden sacar cosas.

Ví que la entrada y la salida son lo mismo, pero mirado desde el punto de vista opuesto.

Ví que al final, hicimo el camino del laberinto todas juntas, con la mano en el hombro de la anterior, y danzando.

Y ví, yo sola, en último término, que al fin de cuentas, si así lo eliges porque ya no quieres jugar más, puedes saltarte todas las barreritas marcadas e ir en línea recta de la entrada al centro y a la salida, o viceversa, o incluso cruzarlo de parte a parte... es tu decisión. Pero es bueno haber jugado, porque si no, no hubiera visto ninguno de los puntos anteriores.

Y ví que los laberintos se pueden tomar como un juego. Y que es un juego jugoso. Y que nadie está perdido si no se siente así.




martes, 17 de abril de 2018

Los niños milenarios



Peter Pan in Kensington Gardens, Arthur Rackham, 1912



Están muertos hace siglos pero nunca murieron.

Los escucho bisbisear por las noches cuando enciendo mi farolillo para iluminar la travesía nocturna. También a veces se paran un momento en las cuerdas de la ropa o en las antenas más altas, o les veo brillar los ojos en el fondo del  sumidero de la terraza.

Cantan canciones interminables en los caracoles de mis oídos, que suenan un poco como las esquilas del ganado o el silbo del viento en la chimenea. Se asoman por mis sueños descaradamente y suelen hacerse los encontradizos por mis vigilias.

Nuestras madres y abuelas nos acunaron con ellos, con ellos saltamos a la comba y tiramos las tabas, y también nos contaron cómo era sentir las fauces de la fiera justo detrás de nuestra nuca, y nos estremecimos cuando supimos, porque ellos nos lo dijeron, que podíamos caernos en el abismo del cielo, del barranco o del mar.

Ellos nos dijeron que no pasáramos bajo la escalera, y nos provocaron a hacerlo. Nos llevaron a buscar tréboles de cuatro hojas. Nos miraron poniéndose bizcos desde las páginas de más de un libro. Nos invitaron a ser uno de ellos. Yo acepto la invitación.

Saben contar, al menos hasta veinte. Y conocen los verdaderos nombres de las estrellas. Juegan con flores y calaveras, con caramelos y venenos. No hay nadie más sincero, ni nadie que hable con más niebla. Si la niebla se levanta, la desnudez es grande y casi nadie se queda a averiguar nada más.

A veces muerden, y a veces te los encuentras durmiendo enroscados en el rincón más calentito, como los gatos.

No tienen vergüenza, ni piedad, ni prisa, ni aburrimiento. Y cuando un lugar está vacío de ellos, no hay nada más vacío.

Guarda un sitio a los niños milenarios si quieres mirar al fondo del espejo.

(Escrito en febrero de 2018)






x

miércoles, 11 de abril de 2018





La espiral es la madre del mapa de la vida, eso supe. Y esa espiral tiene que cuajar en algo corpóreo, calcáreo, real, que suena si lo golpeas, que parece muerto, pero míralo, no tiene principio ni fin.
Toda mi casa era una sala de pasos perdidos y yo deambulaba buscando un sorbo de belleza.
El caracolillo blanco me dijo “ponme encima del viejo mármol”.
El anciano aparador callaba. El caracol me guiñó un ojo inexistente.
Y la encontré.